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Una década más.

Tal vez sea demasiado pronto aún para decirlo, pero puede que esta haya sido la década más turbulenta de mi vida.

Mañana cumplo 30 años y de acuerdo, tengo aún toda la vida por delante, nunca se sabe con qué le puede sorprender

a una la vida, pero quizás sea esa la primera enseñanza que deba agradecer cuando mañana sople las velas: la vida puede

cambiarte de un momento a otro, sin buscarlo ni esperarlo, normalmente más para mal que para bien.

Y es que en esta década he llorado, me he frustrado, me he sobrecargado y he perdido (he perdido lo indecible, lo incontable), pero también he ganado mucho, especialmente aprendizaje; he aprendido a determinar qué es lo que quiero, pero sobretodo qué es lo que no quiero. He aprendido que para morirse sólo hace falta estar vivo y que no tiene sentido vivir con miedo, lo cuál no quiere decir que no se deba obrar con cierta prudencia. He aprendido también que debemos buscar los buenos momentos, pues los malos vienen solos, sin necesidad de que nadie los llame; pero quizás, lo más sorprendente que he aprendido este año sea que para llorar vale cualquiera, y debo aquí dar una pequeña explicación ante la extrañeza o la incredulidad que puedan despertar mis palabras: lo normal y lo esperable es que, ante la llegada de un momento doloroso (una pérdida, por ejemplo), el entorno preste su hombro, un pañuelo y palabras de aliento más o menos habituales. Se espera del doliente que llore, que sufra y se lamente, y toda expresión o falta de ella que salga de esas directrices se ve como algo extraño, como indolencia incluso, por más que nadie salvo esa persona sepa la procesión que lleva por dentro. Por otra parte, lo que se espera de quienes acompañan a los dolientes es una compasión cercana casi a la lástima, un acompañamiento en las lágrimas modesto y cauto así como loas y elogios al finado, independientemente de la relación que hayan tenido con él y de la simpatía o aversión que se hayan manifestado en vida.

Nadie espera escuchar carcajadas en un tanatorio, ni canciones en el área de paliativos de un hospital. Y sin embargo es eso, música y risa, lo más especial que puede ofrecerse a quienes pierden lo más querido de su vida, música y risa que alivien el dolor, que celebren la vida y el recuerdo de quien se va y le acompañen en sus últimos momentos. Todo el mundo vale para emitir una fórmula de consuelo, para dar un abrazo y un pañuelo, pero son las personas que te arrancan una carcajada en los momentos más dolorosos las que dejan una huella indeleble en el alma y las que, a la hora de soplar las velas, agradece una tener en su vida y pide que le acompañen por muchas décadas más.

Por eso, de esta década me llevo la certeza de que el cambio es lo único constante en la vida, de que rara vez salen las cosas como una las ha planeado y de que pocas cosas hay que podamos elegir; y una de esas pocas cosas son las personas que nos acompañan en el camino. Después de todo y a pesar de las lágrimas, creo que puedo considerarme afortunada, pues me faltarán muchas cosas, pero de risas, música y personas maravillosas, voy sobrada.


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